Astros del Universo

Pensamientos que terminan en este blog

viernes, 16 de noviembre de 2012

Cambio lluvioso



Somos como esa lluvia que cae.

Los hechos suceden sin que nosotros 
podamos hacer nada por evitarlo.
Poco a poco, nos vamos dando cuenta 
de que ya no éramos como antes.
De que hemos cambiado.

¿Por qué?
Por culpa de esas pequeñas cosas
que nos han ido sucediendo.
Y que nos han marcado para siempre,
haciendo de nosotros otra persona.

Aunque en el fondo sabemos 
que no podemos cambiar.
Que nuestro pequeño yo sigue estando ahí
en nuestro interior, resguardado
de la frialdad del mundo exterior.

Somos como esa lluvia que cae.

Cada persona que llega y consigue hacerse 
un huequecito en nuestra vida, nos cambia.
Consigue que empecemos a mirar las cosas
de otra forma. Ya no es igual.
Nos abre los ojos un poco más.

¿Eso es bueno? ¿Eso es malo?
Sí. No. Puede.
No se puede estar todo el tiempo con los ojos cerrados.
La realidad es como una tormenta eléctrica,
no la podemos ignorar siempre.

Y quizá a veces sea bueno volar.
Volar hacia ese mundo tuyo,
en el que todo son almohadas,
en el que hay un sol radiante.
Sí, es bueno ver el sol de vez en cuando.

Porque somos como esa lluvia que cae;
que consigue abrirse paso entre las nubes
y arremeter contra el suelo.
Quizá una sola gota solo consiga mojar un poco la superficie.
Pero juntos, podemos crear un charco, un río, un lago...

La felicidad.



Ana.

martes, 4 de septiembre de 2012

El camino de la vida


La vida es un camino que se recorre poco a poco. Y como todo camino, tiene sus obstáculos. Incontables personas, situaciones, hechos y demás intentarán que no sigas avanzando, que no llegues al final. Pero tú debes empujarlos fuera, con fuerza y determinación, y luego poner un pie delante de otro consecutivamente, para conseguir llegar a la luz que es el final, a tu meta, a tu sueño.

Lucha por lo que quieres. Lucha por lo que te gusta. Lucha por ti mismo. Y, sobretodo, sé feliz.


Ana.

martes, 7 de agosto de 2012

Aún podemos hacer algo




Llega un momento en el que te das cuenta de la sociedad en que vivimos. De la esclavitud a la que te ves sometido involuntariamente. Empiezas a ver todo con otros ojos, y te percatas de cuánta gente vive en una mentira constante. En un mundo de falsedad. En un mundo que ellos dicen "la realidad". Oh, ¿por qué no abren los ojos y se dan cuenta de todo lo que ocurre a su alrededor?

Gente inocente paga por pecados injustamente. La desesperación se apodera del mundo. No nos aguarda nada bueno, la verdad.

Temo que la tan famosa Apocalipsis llegue y que los humanos no se hayan dado cuenta todavía de que no se originará con terribles catástrofes naturales. Si no con el sufrimiento humano.

Esto ya ha empezado, pero todavía queda una cosa que podemos hacer.


Ana.

jueves, 21 de junio de 2012

Prólogo

Bueno, pues después de este GRAN parón, he decidido subir algo aquí. Y como no se me ocurría nada, pues al final me he decantado por poner el prólogo de una novela que estoy escribiendo, la cual estoy muy obsesionada. Llevo trabajándola desde hace dos años, pero no tengo mucho avanzado, porque me quiero esforzar con ella y voy esperando a coger más experiencia. Pero aquí dejo el prólogo para que (porfas, porfas, porfas T^T) comentéis qué tal os parece.


* * *

Prólogo



El joven entró en la sala acompañado por dos hombres grandes y musculosos que lo escoltaban. Un aire gélido y oscuro se abatió contra ellos en el momento en que la gran puerta doble y blanquecina se abrió. El joven no se inmutó, pues habían pasado demasiados años, y ya había llegado a acostumbrarse a aquella siniestra sensación. Siguió avanzando como si nada, oyendo cómo las puertas se cerraban tras él.
Los dos hombres los habían dejado completamente solos en aquella gran sala oscura. Unas gruesas cortinas moradas cubrían el cristal de las ventanas, a excepción de una tímida línea vertical en el centro que permitía que pasara algo de luz. Gracias a ello, se podía observar un par de butacas verdes.
Era una simple sala de estar.
Una figura se movió en la oscuridad. El joven, que aún estaba parado ante la puerta, dirigió su mirada hacia la esquina de la que emanaba aquella extraña fuerza oscura. Inmediatamente, se arrodilló a modo de reverencia.
—¿Me ha llamado, mi señor? —preguntó con la mirada clavada en el suelo, como muestra de respeto ante su superior.
—Sí —respondió la sombra. Tenía una voz grave e imponente, capaz de estremecer a cualquiera e infundir un gran terror con una sola palabra pronunciada—. Tengo una nueva misión para ti.
El joven suspiró. Ya se lo imaginaba.
—¿Relacionado con la Reencarnación, mi señor? —preguntó con una media sonrisa dibujada en su pálido rostro.
Hubo unos escasos segundos de absoluto silencio.
—Siempre tan audaz —dijo la voz, teñida de cierta satisfacción—. Quiero que traigas su alma hasta mí.
La sonrisa del joven se borró por completo. Alzó la cabeza y escudriñó la oscuridad, con cierta confusión.
—¿Yo, mi señor? —preguntó sin salir de su asombro.
—¿Acaso ve usted a alguien más por aquí? —protestó la sombra.
—No, mi señor. Pero, sinceramente, creo que hay otros más cualificados para este tipo de misión.
—¿Está diciendo usted que es un completo inútil? —Había alzado la voz, lo que provocó un cierto temblor en la mano del chico—. Sabe perfectamente lo que les ocurre a los que no se ven capaces de afrontar una misión encomendada por mí mismo.
—Lo sé —murmuró. Se levantó del suelo con decisión e inclinó ligeramente el torso apoyando su mano derecha en el vientre para realizar una nueva reverencia. Aún con la vista clavada en el mármol oscuro, añadió—: Cumpliré sus órdenes sin ningún problema, mi señor.
Dicho esto, dio media vuelta y salió de la sala a su propio pie. Mientras recorría el pasillo de la mansión, comenzó a idear planes en su cabeza. Era extraño que su señor le hubiera otorgado tanta responsabilidad a un chico como él, tan joven. Pero decidió no pensar más en ello y centrarse en lo que de verdad importaba: dar caza a la Reencarnación.


Ana.

martes, 15 de mayo de 2012

Llevo mucho tiempo sin publicar, lo sé. He pasado una época rara. Entre viajes, exámenes y problemas personales, casi no tenía tiempo de actualizar este blog. Y sigo sin tenerlo, pero para que al menos esto no quede tan muerto, dejaré la letra de una canción en japonés (traducida al español, obviamente) que me gustó bastante:


Si los pétalos de las blancas rosas se abren una por una
los recuerdos de ese día se llenarán de colores.

Como si siguiera un brillante hilo
el tiempo fluye tranquilamente.

Mientras corren atrás y adelante de la corriente
las personas renacen.

Tu sonrisa es tan cálida que derrite mi pecho
como un dulce sueño, que tuve en algún lugar.

Incluso si eres llevada por el sol que se pone,
nuestras sombras se encontrarán.

Interminable y lejano, sin límites y profundo,
como los destinos que se juntan.

Lo consigo una y otra vez, lo pierdo una y otra vez.
Las ocasiones en las que finalmente nos podemos encontrar.

Como los cielos que desean sangre, las flores aguardan por la lluvia,
y la noche suplica por el mañana.

Deseé tanto que nuestros corazones fueran uno solo.

Cuando los pétalos de las rosas blancas se dispersan una por una
nuestro amor se vuelve eterno.

martes, 13 de marzo de 2012

Relato 4: Moonlight


Se sentó en su silla, frente a la gran ventana de la pared. Observó el océano que se extendía ante ella. Estuvo quieta un rato, solamente respirando. No supo cuántos minutos se mantuvo en esa posición, pero cuando le vino bien, cogió su pluma y su cuaderno, que descansaban sobre una mesa, a su vera, la cual estaba cubierta por un mantel de encaje. Abrió la libreta y pasó las hojas lentamente, paseando la mirada por las palabras que estaban escritas en ellas. ¿Cuántos años hacía que tenía ese cuaderno? Demasiados; se veía en cómo había estado haciendo las letras al paso del tiempo.

Al fin, llegó a una página en blanco. La última página del cuaderno. Con un suspiro, alargó la mano hasta el radiocasete que tenía en sus pies y pulsó Play. Una música invadió la habitación. Sin temblor y con determinación, posó la pluma sobre el papel, y la deslizó con armonía, escribiendo palabras con una caligrafía exquisita, al son de la canción que sus oídos escuchaban. Sonrió. Se la veía feliz y concentrada en su trabajo. Hizo una pausa para alzar la cabeza y mirar a través del cristal de la ventana, una vez más. Sonrió aún más y retomó su escritura con mayor ilusión que antes.

La sinfonía todavía no había terminado cuando la anciana cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesa lentamente, al igual que la pluma. Luego apoyó las manos sobre los brazos de la silla y echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Su mente se volcó completamente en la música, lo que le provocó una inmensa sensación de paz y armonía.

Poco a poco, la intensidad de aquella canción se fue apagando. Era como si se alejara de ella, como si alguien hubiera cogido el radiocasete y estuviera huyendo con él. Pero aquello no la asustó en absoluto. Ella se dejó llevar. Y sonrió.

La última nota de la canción marcó el final. La mano de la anciana resbaló del brazo de la silla y quedó colgando, balanceándose ligeramente de un lado a otro.



Ana.

viernes, 24 de febrero de 2012

Relato 3: Extraño mundo



Camino por la calle tranquilamente. Miro a mi alrededor, escrutando cualquier rincón que despierte algo de curiosidad en mi interior. Por eso mismo, mis ojos no dejan de moverse hacia todas partes. La mayoría de las fachadas de las casas que se alzan a mis costados son de un color mostaza oscuro. Me doy cuenta de que acaba de salir una mujer de una de esas casas. Lleva un vestido blanco hasta las rodillas, y una diadema azul sobre su rizado cabello, que tiene el mismo color que el de las fachadas de los hogares. Sus ojos se posan en los míos. El color de su iris es de un profundo azul tirando al verdoso camuflaje. Tras sonreírme y saludar, se aleja. Tiene prisa.

Al quedarme solo de nuevo, retomo mi trabajo. Los marcos de las ventanas son de un amarillo intenso. En un balcón me encuentro con un par de macetas, cuyas envuelven la tierra que alimenta a unas grandes y lustrosas flores casi negras que crecen hacia arriba con la sencillez y belleza de la naturaleza. Eso me recuerda a mi madre. Ella tiene muchas plantas repartidas por la casa. Aunque la verdad, la flora nunca me ha llamado especialmente la atención. Todos dicen que es muy especial, que tiene una gran explosión de colorido. A mi parecer, no lo encuentro tan exagerado. Bueno, será que soy raro.

Un grupo de jóvenes pasa por mi lado. Me miran extrañados, y algunos sueltan risitas por lo bajo. Sé que mi inmensa curiosidad por lo que me rodea me hace parecer algo gilipollas, pero no me importa. ¿Por qué me tendría que importar?

Decido avanzar un poco más, salir de esa calle y dirigirme al puerto. Adoro el olor del mar y el sonido de las olas. Me relaja...

Al llegar a mi destino, me detengo y opto por sentarme en el borde de piedra. Siempre lo hago. Es una manía que tengo desde pequeño, y dudo que algún día se me pueda quitar. Ya me veo cuando sea un anciano y venga de paseo hasta allí con bastón y gafas, me siente en el mismo sitio que ahora y recuerde este día; el día que me planteé todo ello.

Observo el mar y respiro hondo. Su color sí que es especial. No lo veo muy a menudo, y por ello me gusta. Allá a lo lejos logró descubrir algunos barcos que avanzan lentamente. Miro a mi izquierda y me encuentro con el puerto de maderas amarillas, casi iguales que los marcos de las ventanas. Hay varias barcas amarradas a él mediante cuerdas del mismo color. Hace un gran contraste con el mar.

Sobre el puerto veo caminar a un marinero, con su típica camisa a rallas blancas y azules, y sus pantalones anchos. Su piel amarillenta se ve arrugada, y su cabello blanco afirma que ya es muy mayor. Alrededor de su cuello lleva atado un pañuelo color mostaza. Me saluda con la mano y me sonríe. Pero él también tiene prisa, porque enseguida se mete en su barco. Seguro que tiene que partir enseguida. Siempre lo hace a la misma hora, cuando yo estoy allí.

Noto algo que me toca por detrás. Giro la cabeza y me encuentro con los ojos de un hermoso perro negro. Sonrío y lo acaricio, como siempre. Él se tumba a mi lado y se queda observando el horizonte. Ese perro siempre está allí, y nos caímos bien mutuamente desde el primer día que nos conocimos, hará unos cinco años. La verdad es que es un animal viejo. Es posible que enseguida le llegue su hora.

Al sentir que lo observo intensamente, el perro gira su peluda cabeza hacia mí. Sus blancos ojos se quedan mirando los míos. La verdad es que en eso nos parecemos: los dos tenemos el iris blanco. Pero yo no tengo un pelaje negro cubriendo todo mi cuerpo; mi piel es amarilla, como la de todos.

Las campanas de la torre retumban por el pueblo. Hoy me he entretenido mucho, y no he podido disfrutar de una larga jornada sentado junto al mar.

Resignado, me levanto. El perro me gime, implorando. Yo le niego con la cabeza y me alejo enseguida. A mí también me da pena separarme del pobre y viejo animal, pero no tengo más remedio. Tengo que irme a casa.

A veces me gustaría saber el color exacto de las cosas, los colores que ven las personas normales. Pero lamentablemente, no puedo.

Soy daltónico.


Ana.

sábado, 18 de febrero de 2012

El objeto



Porque a veces, un simple objeto se puede convertir instantáneamente en algo maravilloso. Un recuerdo grabado en tu corazón para siempre. Una sinfonía emotiva creada por tu propio cerebro. Una sonrisa que no ves pero que sientes muy dentro de ti. Porque al principio es un regalo superficial, pero luego, se convierte en algo personal. Muy personal. Porque este regalo demuestra que hay alguien que te quiere, y que siempre estará junto a ti.


Ana.

jueves, 9 de febrero de 2012

Relato 2: La huida de Eva

Presenté este relato en un concurso (de temática fría y solitaria). Aún no sé el resultado, pero como había tan pocas cosas en el blog, pues lo subo:



El frío se me metía en la piel, privándome de algunos movimientos. Aún así, podía caminar, pero sólo como si fuera una autómata. Un pie derecho, un pie izquierdo, un pie derecho, un pie izquierdo. No podía saber cuánto tiempo llevaba así, pero intuía que ya era demasiado.
Mi vista estaba clavada en el suelo cubierto de escarcha. Nada a mi alrededor parecía existir ya para mí. Todo había cambiado. La decisión estaba tomada. Había tardado en decidirme, pero al fin me había lanzado. «Ya está –me dije a mí misma–. No hay vuelta atrás, Eva. Pero has hecho bien, ya no podías soportarlo más. Eres fuerte, podrás aguantar todo lo que se te venga encima a partir de ahora».

¿Mentiras? ¿Autoconsejos? En el fondo sabía que aquello no me serviría de mucho. Mi mente era demasiado tozuda como para dejarse influenciar con frases tan pobres como aquellas.

La sirena de un coche de policía me alertó, provocando que volviera la cabeza para averiguar el origen del sonido. En efecto, entreví unas luces rojas y azules parpadeantes entre la blancura de la nieve. Oí puertas cerrarse. Y luego, pasos acercarse a una velocidad alertadora hacia mi posición. Mi reacción fue simple y sencilla. Sin pensármelo dos veces, corrí hasta el borde del camino para esconderme tras algún arbusto. Pero la combinación entre miedo, torpeza, pendiente y nieve, hizo que me resbalara, cayera al suelo y rodara hacia abajo. La mochila de Adidas que llevaba a mi espalda me impidió seguir avanzando, cosa que agradecí plenamente. Me quedé quieta, sin respirar, temerosa de que mis respiraciones fueran escuchadas por los policías. Mis dedos desnudos estaban apoyados en el hielo, por lo que enseguida me empezaron a quemar y tuve que retirarlos violentamente.

Los pasos se habían detenido sobre mi cabeza.

–Había alguien hace un momento… –dijo uno de los hombres.
–Sí, eso me ha parecido a mí también –añadió el otro–. Busquemos huellas –ordenó tras unos segundos en silencio.

Mi corazón se había detenido de súbito. Todo el mundo entero se me vino encima. Huellas... Era mucho más fácil encontrarlas dado que era invierno y el suelo estaba cubierto de nieve y hielo. Maldije para mis adentros. Pero decidí no quedarme quieta y buscar algún sitio donde esconderme mejor. Por suerte, encontré con la mirada un pequeño recoveco en la pendiente, unos metros más abajo de mi posición.

Poco a poco y con cuidado, fui descendiendo en la nieve de forma vertical. Mis brazos iban borrando el rastro que dejaba mi cuerpo, para que así los policías no me descubrieran. Llegué a mi destino y, con un ágil movimiento, me metí en el hueco. Era demasiado pequeño para mí. Me tuve que agarrar las piernas y arrebujarme en un rincón hasta estar segura de que no era visible desde el camino.

Y esperé. Minutos que para mí fueron horas. Quieta, soportando el frío del invierno. Cerré los ojos y cavilé. Mis manos se estaban durmiendo, congeladas, pero debía soportar aquel dolor. Yo me lo había buscado.

Tanto los pasos como las voces habían desaparecido por completo, y eso me dio fuerzas a conseguir salir y estirar mis extremidades en el exterior. Tenía todo los músculos agarrotados, y aquella no era buena sensación. Miré mi reloj de muñeca. Cinco horas hacía desde que me había escapado de casa. Cinco míseras horas. Lo que me esperaba…

Volví a subir la pendiente, agarrándome a todo lo que me venía en mano: una roca, una rama, la propia e insoportablemente fría nieve. Todo me valía para tenerme en pie y no caer rodando de nuevo, como torpe que era.

Al fin llegué de nuevo al camino. En efecto, este estaba completamente solitario. Yo, una adolescente de apenas diecisiete años que pretendía empezar una nueva vida independiente, en mitad de un frío y blanco camino como ese. Genial.

* * *

Mis tripas volvieron a rugir por… qué demonios, no llevaba la cuenta. Miré mi reloj nuevamente. Diez horas fuera de casa. ¿Qué había conseguido? Hambre, cansancio y que fuera incapaz de sentir las manos o la nariz. Todo iba a la perfección –nótese la ironía–.

Sentada en un banco, en mitad de la noche, contaba los segundos y minutos, esperando… algo, supongo. No sabía qué era lo que estaba haciendo allí en realidad. Todas las tiendas estaban cerradas, y a ese paso, el hambre me obligaría a comerme mi misma pierna. Alejé esas ideas de mi cabeza. Dios mío, no iba a volverme caníbal sólo empezar. Si tenía que serlo, prefería que fuera más adelante, en alguna situación desesperada, pero no cuando ni siquiera llevaba un día.

–¿Eva?

Oh, mierda. Conocía esa voz. Dulce, simpática, agradable, cariñosa… y demasiado compasiva.
Alcé los ojos, en cierto modo sorprendida. En efecto, un joven de mi misma edad, de cabellos negros y ojos azules se había detenido frente a mí. Me miraba como si hubiera descubierto oro.

–Hola, Daniel –saludé yo, inexpresivamente–. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? Tus padres te echarán en falta.
–Eva –murmuró él, taladrándome con la mirada–. No te hagas la tonta, sabes perfectamente por qué estoy aquí.

Resoplé. No había colado. Vaya, ¿de verdad pretendía que colara? La lógica me había abandonado ya. Adiós, dulce compañera, adiós…

Daniel se sentó a mi lado y colocó algo sobre mis piernas. Una cosa alargada envuelta en papel de plata. Mis ojos casi se salen de sus órbitas al adivinar qué era aquello. Y mis tripas rugieron como un león en respuesta.

–Supuse que tendrías hambre –dijo él solamente.

Si me hubiera quedado orgullo, mis dientes no hubieran masticado aquel pan recién hecho. Si me hubiera quedado orgullo, el bocadillo se hubiera quedado sobre mis piernas, y mis manos no se hubieran movido de mis bolsillos. Pero no me quedaba orgullo, solo un hambre feroz. Por lo que aquel papel de plata quedó hecho pedazos en el suelo, y el bocadillo se fue visto reducido a una velocidad supersónica. Daniel me ofreció una botella de agua, y yo no pude rechazarla. Mi boca parecía el desierto del Sahara, por lo que me era difícil tragar.

Qué agradable sensación la de volver a tener algo dentro del estómago. Con lo comedora que era yo…

–¿Así es como piensas pasar las navidades? –me preguntó Daniel en cuanto yo hube terminado mi bocadillo–. ¿Pasando hambre por las calles, sin ningún sitio fijo adonde ir?
–Tarde o temprano tenía que decidirme, Daniel –le reproché, con la mirada fija en un pequeño árbol de navidad repleto de luces que se encontraba en el centro de la plaza–. No podía soportar más esa casa.

Hubo unos segundos de silencio, que yo los recibí con los brazos abiertos. Qué raro era hablar tan tranquilamente sobre eso con un amigo de toda la vida, mientras había gente que intentaba encontrarme por todos los medios.

–Están destrozados –dijo él entonces–. Incluso me han llamado a mí para saber si estabas conmigo o sabía algo de ti.

Lo miré entre horrorizada y confusa.

–Entonces, ¿vas a decirles dónde estoy? –le pregunté tiñendo de tristeza mis ojos–. ¿Me vas a descubrir ante los demás?
–Bueno… –murmuró–. Aún no lo he decido.

Y se quedó tan tranquilo, mirando las estrellas. Yo alucinaba con su respuesta, y ya no estaba segura de qué tendría que hacer. ¿Correr, esconderme? ¿O sólo estaba bromeando? Era mi mejor amigo, no podía dudar de él. Pero precisamente por eso, había grandes probabilidades de que me delatara. Todo era demasiado complicado.

No supe cuánto tiempo pasó, el caso es que estuvimos un buen rato en silencio, soportando el frío de la noche invernal, mirando el cielo estrellado. Fue un glorioso tiempo en el que pensé en muchas cosas a la vez.

–¿Qué crees que debería hacer? –pregunté al fin, rompiendo el hielo.

Daniel me miró fijamente.

–¿Qué es lo que quieres escuchar?

Bien. Él y sus preguntas retóricas. Tendría que haberlo previsto, pero no. Como siempre, Daniel conseguía sorprenderme y hacer que me quedara completamente en blanco.

–Lo que piensas de verdad –contraataqué.

Él suspiró, resignado. Luego, me miró con sus irresistibles ojos de corderito degollado. Cómo lo quería y odiaba a la vez.

–Vuelve a casa… –susurró, implorando–. Por favor… Tus padres están muy preocupados. Nunca los había visto así.
–Ellos no son mis verdaderos padres –protesté yo, alzando la voz sin darme cuenta.
–¿Y qué tiene que ver eso? –preguntó empezando a ponerse nervioso, algo impropio en él–. Te han cuidado como si lo fueras. No puedes darles la espalda.
–¿Por qué nunca me lo dijeron? –reproché levantándome del banco, presa de una inmensa furia que me quemaba por dentro–. ¿Es que no saben que yo también tengo sentimientos? ¡Tengo la necesidad de saber quiénes son mis verdaderos padres y de dónde demonios he salido!
–¡Pero ellos no sabían cómo decírtelo! –exclamó Daniel, poniéndose también de pie, junto a mí.
–¡Soy lo suficientemente mayor como para asimilar que soy adoptada! ¡Ya deberían saberlo!
–Oh, Dios mío, ¡no te enteras! –gritó entonces, sorprendiéndome. Nunca antes lo había visto de aquella forma. Me miró fijamente, agarrándome por los hombros, supongo que para asegurarse de que no me escapara–. ¿Crees que es fácil decirle a tu propia hija que es adoptada, que no porta tu sangre? ¿Que no saben quiénes son sus verdaderos padres? –Hizo una breve pausa, para calmarse–. Temían cómo pudieras reaccionar.

Me quedé callada durante un largo rato, mirando a mi amigo. Los recuerdos de cuando descubrí el secreto que guardaban mis padres se me vinieron encima como una enorme, fría y temible avalancha de nieve.

* * *

Apenas tenía nueve años. Había una cómoda muy grande en el salón, y sobre esta, descansaban varios libros. La curiosidad y las ansias de leer aquellas gruesas novelas, me llevaron a coger una silla, subirme en ella, y alargar el brazo hacia los volúmenes. Me apoyé en el cajón más alto, para evitar caerme. Pero al ver que mis manos no llegaban, me impulsé, y sin querer, provoqué que la silla sobre la que estaba subida se precipitara violentamente al suelo. Me quedé aferrada al cajón, que enseguida cedió y cayó conmigo. El dolor fue atroz, pero duró poco al descubrir un pequeño sobre blanco pegado con celo en la madera del fondo de la caja.

Lo cogí y lo abrí, invadida por la curiosidad. Bendita inocencia la mía. ¿Por qué lo hice? Ahora me arrepentía plenamente.

Sí, en su interior estaba mi ficha de adopción.

Me sentí como si nunca hubiera existido. El mundo se derrumbó a mi alrededor. Todo encajaba, pero nada parecía tener sentido. Frustración, confusión, tristeza... Todos los sentimientos dentro de una personita tan pequeña, inexperta y frágil como lo era yo.

Lo ordené todo para que mis padres, cuando volvieran, no se dieran cuenta. Pero nunca volví a ser la misma. Nunca.

* * *

Y mi odio creció con la espera a que ellos me lo contaran. Qué demonios, enseguida descubrí que nunca lo harían. Maldita inocencia.

–¿Qué dices? –preguntó Daniel dulcemente.

Mis ojos humedecidos lo miraron fijamente. Enseguida, las lágrimas empezaron a bañar mis mejillas. Impulsivamente, lo abracé. Él me devolvió el abrazo, y creo que sonrió, satisfecho. Me removí para colocar mi boca sobre su oído.

–Daniel… –susurré–. Te odio.

Él rió débilmente. Maldito Daniel. Siempre conseguía ablandarme y manipularme.

* * *

–¡Eva!

Mi madre se abalanzó sobre mí, y yo tuve que evitar caerme hacia atrás. Vi que mi padre también se había asomado a la puerta, alertado ante la exclamación de su mujer. Ambos tenían ojeras y estaban pálidos y cansados. Se veía que tampoco ellos habían comido mucho.

–Me estás… estrujando… –murmuré como pude.

Ella se apartó, emocionada, y frotó sus manos por todo mi rostro. Creo que no se lo creía, pero yo no me quejé. Sus manos estaban cálidas, y yo prácticamente congelada.

Entonces, se alejó un poco para que mi padre también pudiera abrazarme. Nunca lo había visto tan cariñoso. Él solía dejarme sitio para que hiciera mi vida, pero algo me decía que en aquella ocasión había sido muy distinto. Y lo comprendía.

–Lo siento tanto… –dijo mi madre desde atrás–. Si te lo hubiésemos dicho, esto no habría pasado. No sabíamos que…

Yo agité la mano en el aire, intentando quitarle importancia al asunto y acallar a mi alterada madre.

–No pasa nada –dije–. Todo está bien, comprendo perfectamente vuestras intenciones. No queríais hacerme daño. No os guardo rencor por ello.

Sólo entonces parecieron percatarse de la presencia de Daniel. Se lo agradecieron repetidas veces, y él se cansó de decir que no tenía importancia. Vi que se ruborizaba por momentos.
«Maldito Daniel», me dije a mí misma. Pero en el fondo lo adoraba por lo que había hecho.

La policía se reunió enseguida en casa. Mis padres les contaron que ya no hacía falta que siguieran buscando, que todo se había solucionado. Se lo agradecieron, y pidieron disculpas por las molestias. Ellos también dijeron que no tenía importancia, que era su deber, y que se alegraban de que hubiera vuelto a casa. Pero más de uno me miró con cara de pocos amigos al despedirse.

Al final, después de tanta gente reuniéndose en casa, me mandaron a dormir. Bueno, más bien, yo mandé a mis padres a dormir. Habían pasado por un mal trago, y necesitaban descansar.
Daniel aún seguía en mi casa, por lo que lo acompañé hasta la puerta.

–Muchas gracias –le dije apoyada en el marco de la puerta.
–No tienes por qué dármelas.
–No seas honesto, tonto –repliqué–. Si no hubiera sido por ti, me hubiera muerto de hambre o congelada.
–Como Walt Disney –sonrió él.

No pude evitar reírme. Envidiaba la felicidad que envolvía a aquel chico.

Nos miramos unos segundos, ambos sonriendo, hasta que yo me percaté de lo que estaba ocurriendo. Me sonrojé hasta la raíz del cabello y me aparté de la puerta, hacia el interior de la casa. De mi hogar.

–No quiero entretenerte más, tus padres estarán preocupados –le dije mientras iba cerrando la puerta lentamente–. Muchas gracias por todo, de verdad –le agradecí de nuevo, sonriendo.

Y cerré la puerta, dejando atrás a un orgulloso Daniel.

Me di la vuelta y apoyé la espalda contra la puerta. Allí me quedé, pensativa. Qué tonta había sido al intentar escapar. No me había dado cuenta de lo feliz que era mi vida, de lo cerca que había estado de estropearla por completo.

Tras unos minutos, me fui a la cama.


Ana.

martes, 31 de enero de 2012

Buenos amigos



Y llega un momento en el que te da la sensación de que todo está perdido. De que ya nada queda en este mundo repleto de mierda. Pero entonces aparecen, como los héroes de una leyenda. A veces son muchos, otros pocos. Otras veces es sólo uno. Pero su deber es salvar tu vida, abrirte los ojos a la realidad. Y, como expertos que son, hacen bien su trabajo.

Pero claro, puede que haya momentos en que tú no te creas lo que está pasando. No piensas que sea verdad, y empiezas a creer que no es más que otra farsa presente en tu vida...

A veces es cierto... Otras no.

Descubres que esas personas son los pilares que sujetan el centro de tu vida. Y que además, no se quejan de soportar tu peso. Al contrario, sonríen, te ayudan y te apoyan en todo. Encuentras puntos positivos en ti que tú antes no te habías percatado de que existieran.

Y todos los días sonríes. Porque sabes que están ahí. Contigo.


Ana.

jueves, 26 de enero de 2012

Relato 1: Un trabajo peligroso



Miré hacia arriba una vez más. El cielo estaba repleto de estrellas. Brillantes, bellas. Luminosas.

Suspiré, expulsando vaho por mi boca. Me encogí sobre mí misma, para conseguir un mínimo de calor. Hacía frío aquella noche. Los mechones de mi rubio cabello iban cayendo sobre mis ojos lentamente. Estaba despeinada, cansada y hambrienta. Pero había cumplido mi trabajo, por lo que él no tardaría en llegar.

Como si lo hubiera llamado con el pensamiento, apareció una figura de entre las sombras. Gabardina negra, botas altas y un sombrero sobre la cabeza. No había equivocación alguna, esa era la persona a la que esperaba. Me incorporé e intenté disimular el frío. No debía mostrar debilidad ante una persona tan importante como lo era él. Me acerqué con paso decidido y cierto énfasis. Mis manos se me estaban congelando, pero ni me inmuté. Sería irónico que el frío me venciera. A .

Cuando llegué junto a él, una extraña fragancia a colonia de hombre me invadió los pulmones. ¿Aquel tío se había echado todo el pote por encima? No, imposible. Parecía serio y despreocupado de su imagen. La tímida luz de la luna me dejó entrever un brillo extraño en sus verdes ojos. Me estremecí ante ellos sin poder evitarlo. Eran tan penetrantes y misteriosos que infundían en mí un cierto respeto. Pero, ¿por qué? Tendría que estar acostumbrada a todo tipo de miradas. Yo siempre había sido insensible. Veía los ojos de mis víctimas antes de que exhalaran su último aliento; unas miradas tristes e implorosas. Y luego, vacías; sin vida. ¿Cómo iba a derrumbarme ahora por unos simples ojos verdes?

-Cumplí con mi trabajo -dije al fin, viendo que él no iba a hablar-. ¿Dónde está mi recompensa?

Mi voz se oyó algo forzada, dadas las tremendas ganas que tenía de castañear los dientes. La sonrisa que se dibujó en el rostro de mi superior provocó que me volviera a estremecer entera. Era tan siniestro...

-Me alegro de que así haya sido -habló al fin. Su voz combinaba perfectamente con su forma de vestir y sus curiosos gestos-. Lo cierto es que dudaba de su capacidad, pero me ha dejado impresionado.
-¿Creía que por ser mujer no podía asesinar a nadie? -pregunté algo indignada. Sonreí sin poder evitarlo-. No discutiré su forma de pensar, pero lo cierto es que me ha dolido. Se ve que el machismo está muy presente en este trabajo. Qué pena, los mejores asesinos son mujeres, ¿lo sabía? Somos más astutas y meticulosas en nuestro trabajo, y no tan impulsivos e irracionales como los hombres.
-Veo que tiene ideas claras, señorita Moreau -objetó el hombre. Su sonrisa se hizo aún más amplia-. Me gusta eso de usted.
-¿Va a pagarme o no? -pregunté empezando a perder los nervios. Necesitaba comer y no tenía dinero.
-Por supuesto -respondió llevándose su mano al bolsillo de su gabardina.

Extrajo un fajo de billetes que enseguida me entregó en mano. Con mi agudizada vista, los examiné. Estaban todos. No, no los conté, pero estaba tan acostumbrada a tratar con fajos como esos que ya me sabía su volumen exacto.

Cuando me los iba a guardar en el bolsillo de mi bandolera, la mano de mi superior me detuvo. Colocó ante mis atónitos ojos otro fajo de billetes mientras sonreía enseñando sus blancos dientes.

-Una propina -dijo solamente.

Lo miré desconfiada. No era normal que los que me contrataban me dieran propinas. Pero, dadas mis escaseces de dinero, acepté encantada, arrebatándole los billetes y guardándomelo todo en mi bandolera.

-Muchas gracias -dije con la vista fija en sus ojos-. Ha sido un placer hacer negocios con usted.
-El placer ha sido mío, señorita Moreau.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó por donde había venido, desapareciendo en la oscuridad. Yo hice lo propio pero en sentido contrario, hacia mi coche. Cuando llegué hasta él, me detuve con la mano sobre la puerta y miré hacia la ciudad que se extendía ante mis ojos. Millones de luces artificiales. Miles de personas felices. Otras tantas sumidas en la más absoluta tristeza.

Mi trabajo era peligroso, cierto. Tenía que tener cuidado de que la policía no me pillara. Pero ya llevaba cinco años ejerciéndolo, y había perdido todo el miedo. Era escurridiza, audaz e inteligente -y no es por echarme flores-, y aún nadie sabía mi verdadero y completo nombre.

Excepto aquel extraño hombre. ¿Cómo demonios se había enterado? Aquello me intrigaba de tal manera, que temía haberlo dejado escapar. No podía correr tal peligro... pero algo me había impedido hacerle daño.

Esos ojos... esa sonrisa... esa voz... ¿quién era él?


Ana.

domingo, 22 de enero de 2012

Abril, 2025




El sonido que producían las ruedas del tren al arrastrarse por las vías del metro resonó por todo el andén. Ya llegaba. Cerré mi cuaderno (donde había estado apuntando pequeñas notas sobre la estación para luego poder arreglar mi novela en casa, tranquila) y me levanté de mi asiento, avanzando hacia los límites de la vía.

Justo entonces llegó el tren. Una de sus puertas se detuvo delante de mí, y en cuanto esta se abrió, me afané en adentrarme al vagón. Dentro había mucha gente que volvía a casa después de otro duro y aburrido día laboral. Tuve que aferrarme a una de las barras, pues no encontré asiento libre por ningún sitio. Fue entonces cuando me percaté de la mirada de un hombre. Lo hubiera ignorado por completo, como tantas otras veces había hecho con esa gente que posaba sus ojos en mí preguntándose dónde me había visto anteriormente, pero en ese caso todo fue diferente. Mis ojos se posaron en los suyos, verdes amarronados. En aquel mismo instante, el mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, como si danzara sobre las estrellas. El ensordecedor pitido que avisaba a los pasajeros de que las puertas se cerraban, pareció lejano a mis oídos. La vista se me nubló a causa de las lágrimas que estaban a punto de salir. No podía evitarlo.

Sus labios pronunciaron mi nombre con cierta incredulidad y un atisbo de duda. Estaba claro que Él tampoco se creía lo que estaba ocurriendo.

Mi cuerpo se tiró sobre sus brazos involuntariamente. No me cabía duda. Era Él, lo había encontrado. Sí, al fin reconocía que había estado buscando ese momento desde que me mudé a aquella ciudad.

"Estúpida", me dije. "¿Cómo pretendías olvidar todo tu pasado así, sin más? Eres una ingenua".


Ana.


No quiero puñales que duelan, no quiero falsas miradas, no quiero guerras entre corazones. No quiero nada de todo esto. No quiero un mundo rosa, sé que no existe, pero tampoco quiero un mundo negro. Eso tampoco existe.
No quiero callar, quiero gritar, quiero... dejarme llevar y evadirme de la realidad, alejarme de la soledad. Cansada de las mentiras, cansada de tus mentiras, voy a volar, voy a alejarme de la realidad, voy a marcharme muy lejos de aquí.
Y volveré... con una sonrisa.
Solo con eso; una sonrisa.

Con el tiempo...


Después de un tiempo aprenderás que el Sol quema si te expones demasiado. Aceptarás incluso que las personas buenas podrían herirte alguna vez, y necesitarás perdonarlas. Aprenderás que hablar puede aliviar los dolores del alma... Descubrirás que lleva años construir confianza y apenas unos segundos destruirla, y que tú también podrás hacer Cosas de las que te arrepentirás el resto de la vida.

William Shakespear

martes, 10 de enero de 2012

Lo que perdemos...





Este planeta es demasiado bello. En cada rincón podemos encontrar algo que extremezca nuestros ojos. Los colores son vivos, los aromas se entremezclan con las texturas... Y todo ello lo estamos echando a perder. Todos los humanos no, cierto, pero la gran mayoría sí. Porque el alma humana es destructora. Hay quien sabe controlarse, quien encuentra el equilibrio (o el amor) y aprende a cuidar su alrededor. Pero hay de otros que se dedican a herir sin parar. Y no me refiero sólo al medio físico, si no también psicológico. Porque a veces son tan extremadamente destructores, que hieren la mente de otras personas como ellos. No, mentira. Como ellos no. Ellos son peores.


Cuánta maldad... Cuánta codicia... Cuánta insensibilidad... Cuánta destrucción...


Lo que perdemos...
ya no lo podremos recuperar nunca más, ¿sabéis?


Ana.

Sueños imposibles

"Los sueños imposibles no deben ser cumplidos, porque si lo hacen... la vida del que los cumple se queda vacía y sin sentido" (Laura Gallego).

¿Es eso cierto? Bueno... supongo que algo de razón tiene. Nosotros vivimos gracias a los sueños, los deseos, los retos... Si no, ¿de qué serviría vivir? ¿Para qué gastar energía si no tienes que aprovechar el regalo de la vida?

Lucha por ti. Lucha por conseguir lo que quieres, por mucho dolor que el camino te cause.




Ana.

jueves, 5 de enero de 2012

Pa' Barcelona

He tenido abandonado el blog, pero ahora lo voy a usar más a menudo. Porque me gusta escribir, coño.

Bueno, y justo ahora que me he animado al blog, me voy a Barcelona 3 días. Pero me alegro, ¡y mucho! Al fin voy a una de mis ciudades favoritas (por debajo de Londres y Paris, por supuesto, pero es mi ciudad española favorita). Y, bueno, me llevo libreta y boli por si repentinamente me viene la inspiración. Aunque preferiblemente avance en la historia que publico en un blog que no os voy a decir, porque soy bastante tímida con esas cosas y no me gusta que alguna gente lea mis novatas novelas :) Si me queréis leer, ya compraréis uno de mis libros en la librería (puajajajajajajaja, ojalá :'D).

Bueno, que sí, que me las piro a Cataluña.

Muchos besos,
de la feliz Ana :DD

PD: esta aplicación de blogger para el móvil es. demasiado. pobre. Sólo puedo hacer entradas TT