El frío se me metía en la piel, privándome de algunos movimientos. Aún así, podía caminar, pero sólo como si fuera una autómata. Un pie derecho, un pie izquierdo, un pie derecho, un pie izquierdo. No podía saber cuánto tiempo llevaba así, pero intuía que ya era demasiado.
Mi vista estaba clavada en el suelo cubierto de escarcha. Nada a mi alrededor parecía existir ya para mí. Todo había cambiado. La decisión estaba tomada. Había tardado en decidirme, pero al fin me había lanzado. «Ya está –me dije a mí misma–. No hay vuelta atrás, Eva. Pero has hecho bien, ya no podías soportarlo más. Eres fuerte, podrás aguantar todo lo que se te venga encima a partir de ahora».
¿Mentiras? ¿Autoconsejos? En el fondo sabía que aquello no me serviría de mucho. Mi mente era demasiado tozuda como para dejarse influenciar con frases tan pobres como aquellas.
La sirena de un coche de policía me alertó, provocando que volviera la cabeza para averiguar el origen del sonido. En efecto, entreví unas luces rojas y azules parpadeantes entre la blancura de la nieve. Oí puertas cerrarse. Y luego, pasos acercarse a una velocidad alertadora hacia mi posición. Mi reacción fue simple y sencilla. Sin pensármelo dos veces, corrí hasta el borde del camino para esconderme tras algún arbusto. Pero la combinación entre miedo, torpeza, pendiente y nieve, hizo que me resbalara, cayera al suelo y rodara hacia abajo. La mochila de Adidas que llevaba a mi espalda me impidió seguir avanzando, cosa que agradecí plenamente. Me quedé quieta, sin respirar, temerosa de que mis respiraciones fueran escuchadas por los policías. Mis dedos desnudos estaban apoyados en el hielo, por lo que enseguida me empezaron a quemar y tuve que retirarlos violentamente.
Los pasos se habían detenido sobre mi cabeza.
–Había alguien hace un momento… –dijo uno de los hombres.
–Sí, eso me ha parecido a mí también –añadió el otro–. Busquemos huellas –ordenó tras unos segundos en silencio.
Mi corazón se había detenido de súbito. Todo el mundo entero se me vino encima. Huellas... Era mucho más fácil encontrarlas dado que era invierno y el suelo estaba cubierto de nieve y hielo. Maldije para mis adentros. Pero decidí no quedarme quieta y buscar algún sitio donde esconderme mejor. Por suerte, encontré con la mirada un pequeño recoveco en la pendiente, unos metros más abajo de mi posición.
Poco a poco y con cuidado, fui descendiendo en la nieve de forma vertical. Mis brazos iban borrando el rastro que dejaba mi cuerpo, para que así los policías no me descubrieran. Llegué a mi destino y, con un ágil movimiento, me metí en el hueco. Era demasiado pequeño para mí. Me tuve que agarrar las piernas y arrebujarme en un rincón hasta estar segura de que no era visible desde el camino.
Y esperé. Minutos que para mí fueron horas. Quieta, soportando el frío del invierno. Cerré los ojos y cavilé. Mis manos se estaban durmiendo, congeladas, pero debía soportar aquel dolor. Yo me lo había buscado.
Tanto los pasos como las voces habían desaparecido por completo, y eso me dio fuerzas a conseguir salir y estirar mis extremidades en el exterior. Tenía todo los músculos agarrotados, y aquella no era buena sensación. Miré mi reloj de muñeca. Cinco horas hacía desde que me había escapado de casa. Cinco míseras horas. Lo que me esperaba…
Volví a subir la pendiente, agarrándome a todo lo que me venía en mano: una roca, una rama, la propia e insoportablemente fría nieve. Todo me valía para tenerme en pie y no caer rodando de nuevo, como torpe que era.
Al fin llegué de nuevo al camino. En efecto, este estaba completamente solitario. Yo, una adolescente de apenas diecisiete años que pretendía empezar una nueva vida independiente, en mitad de un frío y blanco camino como ese. Genial.
* * *
Mis tripas volvieron a rugir por… qué demonios, no llevaba la cuenta. Miré mi reloj nuevamente. Diez horas fuera de casa. ¿Qué había conseguido? Hambre, cansancio y que fuera incapaz de sentir las manos o la nariz. Todo iba a la perfección –nótese la ironía–.
Sentada en un banco, en mitad de la noche, contaba los segundos y minutos, esperando… algo, supongo. No sabía qué era lo que estaba haciendo allí en realidad. Todas las tiendas estaban cerradas, y a ese paso, el hambre me obligaría a comerme mi misma pierna. Alejé esas ideas de mi cabeza. Dios mío, no iba a volverme caníbal sólo empezar. Si tenía que serlo, prefería que fuera más adelante, en alguna situación desesperada, pero no cuando ni siquiera llevaba un día.
–¿Eva?
Oh, mierda. Conocía esa voz. Dulce, simpática, agradable, cariñosa… y demasiado compasiva.
Alcé los ojos, en cierto modo sorprendida. En efecto, un joven de mi misma edad, de cabellos negros y ojos azules se había detenido frente a mí. Me miraba como si hubiera descubierto oro.
–Hola, Daniel –saludé yo, inexpresivamente–. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? Tus padres te echarán en falta.
–Eva –murmuró él, taladrándome con la mirada–. No te hagas la tonta, sabes perfectamente por qué estoy aquí.
Resoplé. No había colado. Vaya, ¿de verdad pretendía que colara? La lógica me había abandonado ya. Adiós, dulce compañera, adiós…
Daniel se sentó a mi lado y colocó algo sobre mis piernas. Una cosa alargada envuelta en papel de plata. Mis ojos casi se salen de sus órbitas al adivinar qué era aquello. Y mis tripas rugieron como un león en respuesta.
–Supuse que tendrías hambre –dijo él solamente.
Si me hubiera quedado orgullo, mis dientes no hubieran masticado aquel pan recién hecho. Si me hubiera quedado orgullo, el bocadillo se hubiera quedado sobre mis piernas, y mis manos no se hubieran movido de mis bolsillos. Pero no me quedaba orgullo, solo un hambre feroz. Por lo que aquel papel de plata quedó hecho pedazos en el suelo, y el bocadillo se fue visto reducido a una velocidad supersónica. Daniel me ofreció una botella de agua, y yo no pude rechazarla. Mi boca parecía el desierto del Sahara, por lo que me era difícil tragar.
Qué agradable sensación la de volver a tener algo dentro del estómago. Con lo comedora que era yo…
–¿Así es como piensas pasar las navidades? –me preguntó Daniel en cuanto yo hube terminado mi bocadillo–. ¿Pasando hambre por las calles, sin ningún sitio fijo adonde ir?
–Tarde o temprano tenía que decidirme, Daniel –le reproché, con la mirada fija en un pequeño árbol de navidad repleto de luces que se encontraba en el centro de la plaza–. No podía soportar más esa casa.
Hubo unos segundos de silencio, que yo los recibí con los brazos abiertos. Qué raro era hablar tan tranquilamente sobre eso con un amigo de toda la vida, mientras había gente que intentaba encontrarme por todos los medios.
–Están destrozados –dijo él entonces–. Incluso me han llamado a mí para saber si estabas conmigo o sabía algo de ti.
Lo miré entre horrorizada y confusa.
–Entonces, ¿vas a decirles dónde estoy? –le pregunté tiñendo de tristeza mis ojos–. ¿Me vas a descubrir ante los demás?
–Bueno… –murmuró–. Aún no lo he decido.
Y se quedó tan tranquilo, mirando las estrellas. Yo alucinaba con su respuesta, y ya no estaba segura de qué tendría que hacer. ¿Correr, esconderme? ¿O sólo estaba bromeando? Era mi mejor amigo, no podía dudar de él. Pero precisamente por eso, había grandes probabilidades de que me delatara. Todo era demasiado complicado.
No supe cuánto tiempo pasó, el caso es que estuvimos un buen rato en silencio, soportando el frío de la noche invernal, mirando el cielo estrellado. Fue un glorioso tiempo en el que pensé en muchas cosas a la vez.
–¿Qué crees que debería hacer? –pregunté al fin, rompiendo el hielo.
Daniel me miró fijamente.
–¿Qué es lo que quieres escuchar?
Bien. Él y sus preguntas retóricas. Tendría que haberlo previsto, pero no. Como siempre, Daniel conseguía sorprenderme y hacer que me quedara completamente en blanco.
–Lo que piensas de verdad –contraataqué.
Él suspiró, resignado. Luego, me miró con sus irresistibles ojos de corderito degollado. Cómo lo quería y odiaba a la vez.
–Vuelve a casa… –susurró, implorando–. Por favor… Tus padres están muy preocupados. Nunca los había visto así.
–Ellos no son mis verdaderos padres –protesté yo, alzando la voz sin darme cuenta.
–¿Y qué tiene que ver eso? –preguntó empezando a ponerse nervioso, algo impropio en él–. Te han cuidado como si lo fueras. No puedes darles la espalda.
–¿Por qué nunca me lo dijeron? –reproché levantándome del banco, presa de una inmensa furia que me quemaba por dentro–. ¿Es que no saben que yo también tengo sentimientos? ¡Tengo la necesidad de saber quiénes son mis verdaderos padres y de dónde demonios he salido!
–¡Pero ellos no sabían cómo decírtelo! –exclamó Daniel, poniéndose también de pie, junto a mí.
–¡Soy lo suficientemente mayor como para asimilar que soy adoptada! ¡Ya deberían saberlo!
–Oh, Dios mío, ¡no te enteras! –gritó entonces, sorprendiéndome. Nunca antes lo había visto de aquella forma. Me miró fijamente, agarrándome por los hombros, supongo que para asegurarse de que no me escapara–. ¿Crees que es fácil decirle a tu propia hija que es adoptada, que no porta tu sangre? ¿Que no saben quiénes son sus verdaderos padres? –Hizo una breve pausa, para calmarse–. Temían cómo pudieras reaccionar.
Me quedé callada durante un largo rato, mirando a mi amigo. Los recuerdos de cuando descubrí el secreto que guardaban mis padres se me vinieron encima como una enorme, fría y temible avalancha de nieve.
* * *
Apenas tenía nueve años. Había una cómoda muy grande en el salón, y sobre esta, descansaban varios libros. La curiosidad y las ansias de leer aquellas gruesas novelas, me llevaron a coger una silla, subirme en ella, y alargar el brazo hacia los volúmenes. Me apoyé en el cajón más alto, para evitar caerme. Pero al ver que mis manos no llegaban, me impulsé, y sin querer, provoqué que la silla sobre la que estaba subida se precipitara violentamente al suelo. Me quedé aferrada al cajón, que enseguida cedió y cayó conmigo. El dolor fue atroz, pero duró poco al descubrir un pequeño sobre blanco pegado con celo en la madera del fondo de la caja.
Lo cogí y lo abrí, invadida por la curiosidad. Bendita inocencia la mía. ¿Por qué lo hice? Ahora me arrepentía plenamente.
Sí, en su interior estaba mi ficha de adopción.
Me sentí como si nunca hubiera existido. El mundo se derrumbó a mi alrededor. Todo encajaba, pero nada parecía tener sentido. Frustración, confusión, tristeza... Todos los sentimientos dentro de una personita tan pequeña, inexperta y frágil como lo era yo.
Lo ordené todo para que mis padres, cuando volvieran, no se dieran cuenta. Pero nunca volví a ser la misma. Nunca.
* * *
Y mi odio creció con la espera a que ellos me lo contaran. Qué demonios, enseguida descubrí que nunca lo harían. Maldita inocencia.
–¿Qué dices? –preguntó Daniel dulcemente.
Mis ojos humedecidos lo miraron fijamente. Enseguida, las lágrimas empezaron a bañar mis mejillas. Impulsivamente, lo abracé. Él me devolvió el abrazo, y creo que sonrió, satisfecho. Me removí para colocar mi boca sobre su oído.
–Daniel… –susurré–. Te odio.
Él rió débilmente. Maldito Daniel. Siempre conseguía ablandarme y manipularme.
* * *
–¡Eva!
Mi madre se abalanzó sobre mí, y yo tuve que evitar caerme hacia atrás. Vi que mi padre también se había asomado a la puerta, alertado ante la exclamación de su mujer. Ambos tenían ojeras y estaban pálidos y cansados. Se veía que tampoco ellos habían comido mucho.
–Me estás… estrujando… –murmuré como pude.
Ella se apartó, emocionada, y frotó sus manos por todo mi rostro. Creo que no se lo creía, pero yo no me quejé. Sus manos estaban cálidas, y yo prácticamente congelada.
Entonces, se alejó un poco para que mi padre también pudiera abrazarme. Nunca lo había visto tan cariñoso. Él solía dejarme sitio para que hiciera mi vida, pero algo me decía que en aquella ocasión había sido muy distinto. Y lo comprendía.
–Lo siento tanto… –dijo mi madre desde atrás–. Si te lo hubiésemos dicho, esto no habría pasado. No sabíamos que…
Yo agité la mano en el aire, intentando quitarle importancia al asunto y acallar a mi alterada madre.
–No pasa nada –dije–. Todo está bien, comprendo perfectamente vuestras intenciones. No queríais hacerme daño. No os guardo rencor por ello.
Sólo entonces parecieron percatarse de la presencia de Daniel. Se lo agradecieron repetidas veces, y él se cansó de decir que no tenía importancia. Vi que se ruborizaba por momentos.
«Maldito Daniel», me dije a mí misma. Pero en el fondo lo adoraba por lo que había hecho.
La policía se reunió enseguida en casa. Mis padres les contaron que ya no hacía falta que siguieran buscando, que todo se había solucionado. Se lo agradecieron, y pidieron disculpas por las molestias. Ellos también dijeron que no tenía importancia, que era su deber, y que se alegraban de que hubiera vuelto a casa. Pero más de uno me miró con cara de pocos amigos al despedirse.
Al final, después de tanta gente reuniéndose en casa, me mandaron a dormir. Bueno, más bien, yo mandé a mis padres a dormir. Habían pasado por un mal trago, y necesitaban descansar.
Daniel aún seguía en mi casa, por lo que lo acompañé hasta la puerta.
–Muchas gracias –le dije apoyada en el marco de la puerta.
–No tienes por qué dármelas.
–No seas honesto, tonto –repliqué–. Si no hubiera sido por ti, me hubiera muerto de hambre o congelada.
–Como Walt Disney –sonrió él.
No pude evitar reírme. Envidiaba la felicidad que envolvía a aquel chico.
Nos miramos unos segundos, ambos sonriendo, hasta que yo me percaté de lo que estaba ocurriendo. Me sonrojé hasta la raíz del cabello y me aparté de la puerta, hacia el interior de la casa. De mi hogar.
–No quiero entretenerte más, tus padres estarán preocupados –le dije mientras iba cerrando la puerta lentamente–. Muchas gracias por todo, de verdad –le agradecí de nuevo, sonriendo.
Y cerré la puerta, dejando atrás a un orgulloso Daniel.
Me di la vuelta y apoyé la espalda contra la puerta. Allí me quedé, pensativa. Qué tonta había sido al intentar escapar. No me había dado cuenta de lo feliz que era mi vida, de lo cerca que había estado de estropearla por completo.
Tras unos minutos, me fui a la cama.
Ana.